as ciudades de Palermo y Catania en Sicilia se disputan el honor de haber sido el lugar de nacimiento de Santa Águeda, pero el único dato cierto al que se ha llegado es que recibió la corona del martirio en Catania. Sus “actas”, que existen en latín y griego con muchas variantes y que no tienen valor histórico, declaran que perteneció a una familia rica e ilustre, y que habiendo sido consagrada a Dios desde sus primeros años, triunfó de los muchos asaltos a su pureza. Quinciano, un dignatario consular, pensó que podría llevar al cabo sus perversas intenciones hacia Águeda, por medio del edicto del emperador contra los cristianos. Con ese objeto, la hizo comparecer en su presencia. Viéndose en manos de sus perseguidores, oró de esta manera: “Jesucristo, Señor de todas las cosas, tú ves mi corazón, tú conoces mis deseos. Sé tú dueño absoluto de todo lo que soy. Soy tu oveja: hazme digna de vencer al diablo”. Quinciano ordenó que se la entregaran a Aphrodisia, una mujer perversa que con sus seis hijas tenía una casa de mala fama.
En este lugar espantoso sufrió Águeda asaltos y asechanzas contra su honra, más terribles para ella que el tormento o la muerte, pero se mantuvo firme. Después de un mes, Quinciano trató de asustarla con amenazas, pero ella permaneció inconmovible y declaró que ser sierva de Jesucristo era estar en verdad libre. El juez disgustado con sus firmes respuestas, mandó que fuera azotada y llevada a la prisión. Al día siguiente, le hicieron otro interrogatorio y ella aseguró que Jesucristo era su luz y su salvación. Entonces Quinciano ordenó que la estiraran en el potro, tormento que generalmente iba acompañado de azotes, desgarramiento de los costados con ganchos de fierro, y aplicación de antorchas ardiendo. El gobernador, enfurecido al ver que sufría todo esto con alegría, ordenó que le oprimieran brutalmente los pechos y después se los cortaran. Luego mandó que la enviaran de nuevo a la prisión, ordenando que no le dieran ni alimentos, ni atención médica. Pero Dios la confortó; se le apareció San Pedro en una visión que llenó su calabozo de una luz celestial, la consoló y la curó. Cuatro días después, Quinciano hizo que la rodaran desnuda sobre brasas ardiendo, mezcladas con cortantes fragmentos de vasijas. Al ser conducida de vuelta a la prisión, exclamó “Señor, Creador mío, desde la cuna me has protegido siempre; me has apartado del amor al mundo y me has dado paciencia para sufrir. Recibe ahora mi alma”. Después de decir estas palabras, expiró.
Hay buen testimonio del primitivo culto a Santa Águeda. Su nombre aparece en el calendario de Cartago (c. 530), y en el HieTonymianum, y sus alabanzas las cantó Venancio Fortunato (Carmina, vm, 4), pero no podemos afirmar nada referente a su historia. Está representada en la procesión de los santos en “Sant’ Apollinare Nuovo” en Ravena. En el arte la han representado sosteniendo un plato con sus pechos que le cortaron. En la Edad Media éstos se confundieron a veces con panes, y de ahí parece que vino la costumbre de bendecir pan en la fiseta de Santa Águeda, el cual se lleva al altar en un plato. Como en Sicilia tenía la fama de poder detener las erupciones del Monte Etna, se la invoca contra cualquier brote de fuego. Ya sea porque cuando ocurre algún incendio se da aviso con un toque de campana, o porque el metal fundido para moldearla se asemeja a una corriente de lava, los gremios de fundidores de campanas tomaron a Santa Águeda por su patrona. En Roma hay dos iglesias del siglo sexto que están dedicadas en su honor, y se la nombra en el canon de la misa.
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