
por: Aurelio Cáceres A. – Editor de ¡Ponle fe!
La lucha contra el demonio la debe afrontar cada cristiano.” (S.S. Francisco)
Hace un tiempo atrás, poco antes del inicio de una Cuaresma, un día lunes para ser aún más exactos, trataba de esforzarme por prestar atención al capítulo quinto del evangelio de San Marcos que con cierta solemnidad leía el sacerdote que celebraba la misa a la que asistía en aquel momento. Y digo que trataba de prestar atención, porque cada vez que leo u oigo el capítulo quinto y sus correspondientes versículos del uno al veinte, recuerdo agudamente al que fue el famoso exorcista de la diócesis de Roma, al Padre Gabriele Amorth, que del favor de Dios goce. Mi recuerdo de él no se da como quien dice —y se dice mucho hoy en día— por el de una persona que batallaba contra algo o alguien que se encuentra un poco pasado de moda. Algo así como decir: “por el de un loco que pasó gran parte de su vida perdiendo literalmente el tiempo combatiendo con fantasmas o demonios que no existen”. No, mi recuerdo es mucho más agudo y realmente edificante, porque gracias a él entendí con mayor claridad el significado de la redención que el mismo Hijo de Dios llevó a cabo por nosotros.
Y cuánto más edificante fue el recordar sus enseñanzas a la par que oía la homilía de aquel sacerdote en Misa, el que a medida que se expresaba, iba logrando que se me erizara la piel como la de una gallina del susto que me embargaba, debido a su intrépida apreciación sobre el caso del endemoniado de Geraza: “pobre hombre víctima de convulsiones, de algún desequilibrio mental o de un ataque epiléptico” —según él—, donde finalmente satanás fue excluido sin más de uno de los roles en los que Nuestro Señor le permite tener un importante protagonismo en el evangelio. Ese día —sin querer— aprendí algo nuevo, porque cada día se aprende algo, y esto fue que una persona puede llegar a aterrorizarse más de las consecuencias que conlleva una historia que deforma la verdad de Dios, que de la acción del mismo demonio. Cuántas veces habrá citado el P. Amorth en sus diatribas y libros el caso del endemoniado de Geraza, como un ejemplo evangélico en el que puede apreciarse con claridad la sintomatología que suele manifestar una persona poseída por uno o muchos demonios. Ahora comprendo —mejor aún— la constante insistencia del P. Amorth en desvirtuar las inacabables manifestaciones de indiferencia y rechazo a la existencia y acción del maligno en el mundo.
Es que la Palabra de Dios no puede ser relativizada, no se puede creer en lo que me suena bien al oído y no creer en lo que me produce cierta incomodidad y a la larga miedo, porque todo es palabra de Dios, nos guste o no. Las acciones que tomó Nuestro Señor contra satanás están claramente expuesta en el Evangelio, no necesitan matiz alguno.
Todos hemos sido creados buenos, somos plenamente hijos de Dios y hemos recibido su Gracia Santificante en el Bautismo, momento a partir del cual todo pecado fue eliminado en nosotros. Si el pecado lo creáramos nosotros mismos, si el pecado fuese única y exclusiva causa nuestra o algo innato en nosotros, entonces ¿cómo podríamos ser plenamente hijos de Dios? ¿Acaso Dios crea el mal? Es la tentación del maligno la que nos seduce y nos arrastra a pecar, la que nos lleva a torcer el brazo y dar nuestro consentimiento haciéndonos partícipes. Es por ello que debemos tomar plena consciencia de la existencia de este despreciable ser que sólo desea alejarnos de Dios, comprender que se debe tomar parte activa en la “batalla espiritual” contra él y, convencerse, que no se permite bajar los brazos y tampoco tirar la toalla en pleno combate, porque esta batalla es desde donde se la vea “una buena batalla” y como tal exige que participemos.
¡Qué tiempo litúrgico tan especial el de Cuaresma!, que como bien sabemos se inicia el Miércoles de Ceniza y culmina el Jueves Santo, un tiempo en el que se nos invita a luchar, a enfrentar directamente al demonio, porque se crea o no, él es el causante de todos los males del mundo. La cuaresma es de tal forma un llamado a la reflexión personal, al reconocimiento de la presencia del pecado en nuestras vidas. Una llamada para que nos esforcemos por identificarlo y así rechazar con mayor conocimiento de causa las amañadas estrategias del acusador. A veces tan sutiles que logran cumplir su cometido, haciendo creer que la maldad es única y exclusivamente el producto de uno mismo, que por lo tanto no existe remedio alguno y, a resultas, uno se va alejando poco a poco y en algunos casos definitivamente del Amor verdadero. Recuerdo ahora con
especial afecto las siguientes palabras, porque las considero simple y llanamente fundamentales para el correcto entendimiento de nuestra fe cristiana:
“Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y causa de todo pecado».” (S.S. Benedicto XVI)
Te invito pues a que en todo tiempo litúrgico finalmente, abras tu corazón de carne, lo observes con detenimiento y logres ver con claridad que eres un verdadero hijo de Dios y, que a partir de tal reconocimiento, dispongas que vale la pena vivir la vida siendo partícipe en la buena batalla de Cristo y el anuncio de Su Reino.
“Es de mucha importancia la frecuencia de los sacramentos y una conducta de vida conforme con el Evangelio. Se toca con la mano el poder del Rosario, y en general, del recurso a María Virgen; muy poderosa es la intercesión de los ángeles y de los santos; utilísimas las peregrinaciones a los santuarios, que con frecuencia son los lugares escogidos por Dios para la liberación preparada por los exorcismos. Dios nos ha dado sobreabundancia de medios de gracia: depende de nosotros el hacer uso de ellos”. (P. Gabriele Amorth, Narraciones de un exorcista, pag. 38)

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